miércoles, 29 de mayo de 2013

UN DÍA EN LA CAPUCHINA


Iglesia La Capuchina 
Sobre las laderas occidentales de la ciudad de Santa fe   y bordeando el año de 1581, una legión de los padres Capuchinos  apareció para quedarse en el  Nuevo Reino de Granada.  Se trataba de un terreno plano, bordeado por el río San Francisco (chinúa) señalando la salida al puerto de Honda que conectaba al interior con Cartagena, siguiendo las corrientes del río Magdalena.


Los padres capuchinos iniciaron entonces la construcción de una capilla que con el pasar de los años se convertiría en iglesia, pero la cual no estaría terminada hasta el año de 1788 y la cual sería denominada como la  “iglesia de San José”.  Desde entonces, y hasta el día de hoy, la Capuchina se sostienen en el  ala oeste del centro de Bogotá,  con ojos de pasado para recordar los tiempos de la aduana y la entrada a Santa fe, y con ojos de presente para observar la vida que hoy ocurre tras sus ventanales.
Calle 14  Av Caracas
Al principio fue el comercio de entrada a la ciudad,  y de aquel comercio nació el mercado de San Victorino,  luego vino la república, y posteriormente la electricidad fundada en 1910 por los Hermanos Samper, desde entonces la Iglesia comparte su espacio con el mercado de eléctricos.  Sobre la calle 14 entre 13 y Caracas, se mueve  una buena parte del mercado de ferreterías y eléctricos,  repuestos para lámparas, para electrodomésticos,  el empaque de la lavadora o el transistor que el sobrinito aquel rompió en el día de la madre,  no hay bombillo, repuesto, circuito,  tarjeta  que no se encuentre allí, y si no se encuentran la consiguen, la “levantan” si les dan un par de días,  y desde las ocho de la mañana, hora en la cual los locales empiezan a abrir,  el movimiento de la calle se convierte en un flujo de rostros que buscan el repuestico aquel que no se consigue en otra parte. 


Pero eso no es todo lo que gira alrededor de la capuchina, la vieja iglesia comparte su espacio con la Academia Superior de Artes de Bogotá,  la conocida ASAB  que desvela el espíritu de su alma matter en cada salón de pisos entablados,  en cada patio, en cada corredor,  no es extraño ver sobre las galerías de los patios,  grandes telares que cuelgan de los árboles que sobreviven al interior, y en cuyos telares  los bailarines cuelgan de sus piernas desplegándose hacia arriba y hacia abajo, haciendo de la gravedad  una teoría en tela de juicio, pero no sólo son los telares,  no es extraño encontrar saxofonistas, violinistas y otro tipo de músicos,  mimetizarse entre su instrumento y el espacio que el viejo edificio de la ASAB  construye entre su realidad y la vida  que el arte promulga entre la suma de todas sus almas.


Academia Superior de Artes de Bogotá 
Y mientras sobre la 14 el comercio de eléctricos funciona, y al interior de la ASAB el arte se hace condición absoluta de toda existencia,  sobre la calle transitan rostros de todos los días que entre la informalidad y la permanencia, han hecho de este punto de la ciudad  su modo de vida. María Rodríguez es una de ellas,  una vendedora ambulante que lleva poco más de seis años en la zona,  conviviendo entre estudiantes y vendedores,   conviviendo con los surtidores ambulantes de tinto, con las vendedoras de lechona que se ubican sobre la esquina de la carrera 13,  observando el movimiento de los jóvenes artistas que entran y salen de la ASAB, observando  el flujo de clientes del eléctrico,  y  sobreviviendo con su chaza sobre la esquina de la calle, una chaza como la que vemos a diario y en cada esquina,  una chaza con la fuerza suficiente para sostener el peso de  una familia entera. 

viernes, 24 de mayo de 2013

COSAS QUE PASAN EN TIMIZA


barrio Timiza Carrera 74a Av Villavicencio
Cuando los conjuntos  cerrados  aparecieron, otras formas de encontrarnos en la calle  empezaron a vislumbrarse  a nuestros ojos.  De pronto, una frontera de enrejados nos separaba del resto del mundo,  de Alicia, la monita que vivía en la otra calle y que bastaba con un simple silbido para que ella se asomase a la ventana.  De los sardinos de la otra calle con los que se tranzaba el partido de banquitas, por el honor y la gaseosa litro. De los encuentros en la tienda o en la panadería, en todo aquello que nos hacía sentir en barrio.
El enrejado trajo una leve y ligera frialdad al espacio que nos empezó a fragmentar sin darnos cuenta,  ahora el encuentro es detrás de las puertas del conjunto,  formando los corrillos sobre las mismas rejas donde se fragua las fronteras y los muros.  Antes un grito, un silbido o una canción  era suficiente para acudir a la ventana, ahora, lo único que funciona para ello, es el anuncio por citófono de un velador cualquiera.
barrio Timiza Carrera 74a Av Villavicencio

Timiza segundo sector, es un complejo de cuatro conjuntos cerrados que desembocan por el sur con la Avenida Villavicencio a través de la carrera 74ª.  Esta vía, además de ser el  corredor que conecta a los conjuntos de Timiza con el resto del mundo,  es a la vez el lugar donde los rostros en realidad pueden encontrarse.   Sólo se trata de situarnos allí sobre el medio día para comprender su movimiento.  Grupos de niños y jóvenes que regresando del colegio se apostan sobre los enrejados para compartir un poco más, antes que alguno de ellos, ese que precisamente habita en alguno de los conjuntos, deba cruzar la puerta que lo separa del resto.  Señoras que regresan del mercado con los víveres que faltan para el almuerzo, adultos mayores que no soportan el encierro y  salen a caminar fuera del enrejado; y así, rostros y rostros que deambulan y se encuentran sobre la vía, pasan desapercibidos los unos con los otros,  hasta el mismo instante de regresar al interior del enrejado, donde la frialdad del encierro no deja más que una profunda indiferencia.
Intervención de la UMV en el Barrio Timiza 
Y la indiferencia es un virus que corroe todas las formas de existencia con el mundo, apagando las formas más puras de sentirnos dentro de él.  Sin embargo, esta es nuestra realidad, cada vez son más conjuntos cerrados en Bogotá que barrios de puertas abiertas, cada vez son más los enrejados que se apoderan de la ciudad, y con ello,  miles de fronteras se trazan dentro de un mismo territorio.  Sin embargo,  vale la pena separar la frontera mental que nos separa los unos con los otros,  vale la pena romper las barreras que nos unen a la ciudad y comprender que todo está conectado con todo, que la ciudad es una totalidad de la cual somos una parte, tal vez vale la pena mirar  al otro de nuevo a los ojos y reconocerlo como vecino, como un compañero  con el cual construyo el mismo territorio.

Tal vez Timiza puede volver a sonreír, sonreírle al otro, sonreír con el otro,  desterrar la indiferencia detrás del enrejado, y con ello, un nuevo sentido de realidad pueda florecer entre las rejas  y el mundo que ocurre detrás de las varas de metal. 

martes, 14 de mayo de 2013

FANTASÍAS DE GONZALES GOODING EN BARRIOS UNIDOS I PARTE (Entre la Realidad y la Quimera)



La  Quimera, un personaje mitológico de la Grecia Antigua,  era un animal horrendo de cola de serpiente y cabeza de león, que atemorizaba a los aldeanos del Asia menor.  Esos son los primeros registros que tenemos del término,  mas con el tiempo,  el término derivó  en concebir a la Quimera  como todo lo que representa ilusión, todo lo imaginario, es entonces que la Quimera dejó de ser un monstruo que esparcía horror para convertirse en todo lo que significan los sueños. 
Es así que un día, en el barrio Gonzales Gooding,  sobre la calle 70ª  entre carreras 19 y 20, un par de artistas escénicos, Fernando Ospina y  Jorge Prada, llegaron a adquirir una casa,  propiedad de ese entonces de la abogada Sonia Arévalo,  la cual costaba de tres plantas, un solar y un ático.  Sobre este solar,  y con el esfuerzo de sus fundadores, se levantó hace más de treinta años  el Teatro Quimera.

El teatro se encuentra ubicado en mitad de la calle descrita anteriormente,  puesto allí como epicentro de la vía  y generando vida  alrededor de la misma.  Antes de la llegada del teatro a esta calle,  sus habitantes veían pasar el tiempo en una cotidianidad común,  en donde el día y la noche repetían la estrofa de una misma forma de existir.  Sin embargo,  la aparición del teatro trajo consigo  la alteración de ciertas formas de existir en el barrio,esas que aún prevalecen y hacen de esta calle tan distinta a cualquier otra, y tan común, según la hora del día. 
  
El teatro ofrece sus funciones de jueves a domingo, y  así mismo realiza  el festival de piezas cortas en el mes de junio y el festival de autores colombianos “Enrique Buenaventura” en el mes de octubre,  el teatro no se detiene en el quimera,  y entre obras de repertorio, estrenos y grupos invitados, la Calle 70ª se convierte en un centro de acogida cultural todas las noches de fin de semana. 
Durante el día,  la calle 70ª entre carreras 19 y  20, transcurre en su total normalidad.  Doña Cecilia, la dueña de la miscelánea, abre su negocio a eso de las diez de la mañana.  La tienda de Maniquís  ubicada en la esquina de la 70ª con 20 abre comúnmente desde las ocho de la mañana, las señoras  salen a realizar sus compras de víveres,  los niños regresan del colegio sobre el medio día, el lavadero de carros atiende normalmente, y todo parece transcurrir sin sobresaltos ni invitaciones a transformar un poco la cotidianidad del día. 
Pero acude la noche, y con ésta, las puertas del teatro se abren.  Doña Cecilia cierra la miscelánea sobre unos minutos después,  la tienda de maniquís ya ha cerrado desde las cinco y esperan expectantes la apertura del teatro,  las señoras  ya no traen el vestido de casa,  y se han acicalado con sus trajes de salir, simplemente para cruzar la cuadra. 
De pronto  una fila de personas se agolpa sobre las puertas del teatro y con boleta en mano se preparan para asistir a la función respectiva, ya sea de Ausencias, Faustos,  La Noche del Matador o Bartebly,  la noche trae consigo la quimera,  y todos los vecinos se preparan para una noche más de teatro,  entre ensoñaciones de otros mundos que ocurren en la casa de al lado,  y a la cual se dirigen, como cualquier visita de vecinos a las siete y media de la noche. 
Durante estos treinta años, el  Teatro Quimera ha producido alrededor de 300 espectáculos teatrales,  ha visto pasar actores, algunos más de prisa y otros con mayor tiempo de  quietud. El teatro ha visto pasar generaciones en el quehacer de un arte que cada vez se olvida más en estos días,  y que tanto pide el alma para regresarle su sentido. Durante treinta años el teatro ha permanecido sobre la calle 70ª,  construyendo una forma de vida en un barrio que creció con el siglo XX, y el cual permanece casi que intacto entre sus construcciones y el aire que expide, ese mismo  oxígeno de nostalgia de una Bogotá anterior a esta, con otros seres y otras formas de vivir el tiempo. 
La Función ha terminado, los vecinos se despiden del teatro con un buenas noches, con un hasta mañana, puesto que al despertar al día siguiente, el teatro continuará ahí, eso lo saben de sobra,  saben que el teatro llegó para quedarse,  que el teatro hace parte de ellos y de su realidad común, y por lo tanto,  ese tránsito entre la vigilia y el sueño, entre la quimera y la realidad, sólo tiene una frontera invisible, que se forma entre los umbrales del portón de salida del mismo, ellos tienen la quimera, el sueño,  la ilusión en completa germinación a un costado de sus casas y sus existencias propias,  haciéndolos parte de su vida diaria, y entendiéndose así mismos ,  como un viaje entre la imaginación y la realidad en los que se les va la vida.


jueves, 9 de mayo de 2013

PANTANITO… UN BARRIO DEL NORTE DE USAQUÉN DONDE TRANSFORMARON LOS PANTANOS EN SUEÑOS




Sobre una piedra sobreviviente de tiempos anteriores a la urbanización,   don Andrés Galeano recuerda el prominente pantano que existía previo a la fundación del barrio.

El barrio “El Pantanito”, fue en principio lo que su nombre describe,  un pantano emboscado de algas y maleza, circundado por  algunas hectáreas de bosque aledaños al antiguo municipio de Usaquén.  Allí llegó don Andrés Galeano a sus cortos veinte años de edad y sus cinco hijos,  adquiriendo un lote sobre el pantano dragado por la módica suma de cinco pesos; y a partir de allí, contando con algunas varillas de guadua y la ilusión encima,  levantó una casita pequeña para su familia,  y un pequeño establo para la cría de cerdos,  gallinas y unas cuantas ovejas que alcanzó a conservar en sus primeros años.
En el principio sólo era él y el pantano,  apenas se observaban algunas casas levantándose a lo lejos, por lo demás,  don Andrés se ubicaba sobre un lugar en el mundo que aún olía a verde y agua fresca,  a ruiseñores y cantares de gallos a la mañana,  atardeceres entre el espejo de agua  los rayos pronunciados sobre los pastizales. En el principio sólo era esto,  pero el tiempo trajo más familias a los lotes aledaños, y finalizando la década del sesenta del siglo XX, el pantanito se había convertido en barrio, y lo único que conservaba de pantanito era su nombre.
Así recuerda Don Andrés Galeano sus primeros años, sobre esa piedra que aún se sostiene empotrada desde antes de su llegada al pantanito, y luego vinieron los años segundos, cuando ya la cotidianidad debía ser otra,  cuando ya eran más y por tanto otras formas de necesidad aparecían ante ellos. No tenían servicios públicos, no tenían vías, no tenían conexión alguna con el resto del mundo, y es así que lo primero era conseguir las redes de acueducto, canalizar el vallado por donde bajaban las aguas negras de los barrios orientales de Usaquén,  proveer de agua a los vecinos, en síntesis, había que llevar  “agua al pantano”  y fue entre los primeros veinte vecinos que lograron conectar una red de agua y con tubos de 3/2 pulgadas, conectaron el agua con el pantano, conectaron el pantano con la urbe. 
Pavimentar las vías sería lo segundo, y después de muchas luchas ante las entidades distritales de aquel tiempo, quien en realidad terminó pavimentando el barrio fue el Ejército Nacional, y a mitad de la década del setenta,  el pantanito tuvo una malla vial asfaltada.  Habían sido diez años de trocha y barro, habían sido diez años de la trasformación del pantano al pantanito,  sin embargo,  un tramo quedó faltando en esa intervención, un tramo que le correspondía precisamente a la vivienda de don Andrés Galeano. Don Andrés se levantó entonces y pidió amablemente a la gente del ejército la terminación del tramo, ellos adujeron que no podían continuar por falta de material,  pero a su vez le dijeron que no se preocupara, que ellos regresaban en una semana a terminar el trabajo. Don Andrés se sentó en la misma piedra en la cual lo encontramos hoy,  y desde allí empezó a esperar, y pasó el tiempo, año tras año, y de años se pasaron a décadas y de décadas un nuevo siglo sin que Don Andrés Galeano terminara su espera.
La Unidad de Mantenimiento Vial arribó sobre los primeros días de mayo de 2013 a iniciar la recuperación de la carrera 14d entre calles 163ª y 164 finalizando sobre ese tramo mencionado.  Casi cuarenta años de espera, le correspondieron a este vecino octogenario, de una vida común que vio pasar sus días sobre una casa levantado en un pantanito, uno que sobrevive tras el concreto de las casas, sobre las losas de los andenes, sobre el asfalto, uno que subyace entre la tierra observando pasar el mundo desde la profundidad del suelo .


Si se continúa caminando por la carrera 14 d en dirección a la calle 163b, girando la mirada 45 grados a la izquierda y levantando la mirada en un ángulo de 45 grados, sobre un balcón de madera se puede contemplar la imagen de don Félix Calentura,  un hombre de noventa años que ve pasar la vida a través de la vía mencionada.  Su conexión a un tanque de oxígeno no le permite hablar, apenas se puede contemplar sus ojos desde lejos y desyerbar el pasado incrustado tras sus huellas, por lo tanto su voz se manifiesta en su hijo, Ángel Calentura de 52 años de edad, quién se dedica al oficio de la carpintería, tal como lo hizo su padre y sus respectivos ancestros. 


La Familia Calentura arriba al Pantanito a finales de los setenta,  cuando el sector era conocido como “barrio obrero”, en principio alcanzaron a conocer el último tramo histórico de la trocha y presenciar el proceso de pavimentación del barrio. En realidad a esta familia no le correspondieron los grandes avatares de los primeros años y los primeros fundadores.  Sin embargo, aún el fantasma del pantano sobrevivía con más fuerza sobre el suelo. La construcción en ladrillo y concreto ahogó el  canto del agua sobre el concreto en una parte,  pero la parte restante correspondiente a la casa que esta familia construyó, fue ahogada con el aserrín que producía la carpintería.
La llegada de los Calentura al Pantanito no fue en principio nada sencilla, mucho menos para Ángel, quien venía de vivir la aventura de su vida. Su tiempo de servicio en la Marina lo llevaron por tierras y viajes inimaginables para él,  recorrer el océano en el Buque Gloria, así como en lanchas patrulleras, como la Espartana, y el submarino Pijao,  desembocó con el tránsito de su familia del barrio Chapinero al Pantanito, y después de experimentar su gran aventura en el mar, aterrizaba en un pantano por construir.  Sin embargo y desde entonces, don Ángel Calentura ha labrado la madera desde su carpintería ubicada en el solar de su casa,  construyendo muebles y vida, construyendo familia y comunidad. 

La Unidad de Mantenimiento Vial y la Bogotá Humana aparece entonces en Usaquén atravesando segmentos que antes fueron agua,  agua que subyace y permanece, agua que sustenta el suelo y lo dignifica, el agua limpia y transforma,  libera y sobrevive, el Pantanito es ese pantanito que ejerce su alma sobre sus calles y viviendas,  sobre el sol de la tarde y los amaneceres sobre la calle 164, el Pantanito ve un renacer de sus vías, de sus calles,  por estos tiempos y por estos días. 





jueves, 2 de mayo de 2013

EN UN LUGAR DE POLICARPA DONDE CAYERON LOS SANTOS



Cada día en el calendario llega con su trascendencia, su santo, su efemérides.  Desde el primero de enero hasta el 31 de diciembre,  todos y cada uno guarda un recuerdo, una conmemoración,  ya sean universales o particulares, todos significan algo, algo trascendente ocurrió en esa misma fecha  en cualquiera de los años precedentes. 
Pero no todas las conmemoraciones representan un sino de alegría,  la reproducción de un instante que levantó la felicidad hacia lo más grande, existen días en el calendario que representan victorias que constaron más de una vida y más de mil muertes,  existen fechas marcadas sobre el almanaque, las cuales traen a la memoria días donde la parábola del apocalipsis pareciera tomar su materialización en ese instante.   Así recuerda Mercedes Corredor ese “Viernes santo sangriento”  ese ocho de abril de 1966 en el cual, sobre la calle 4 sur  del barrio Policarpa,  sus habitantes se jugaban a muerte su derecho a la vivienda.
Foto: cartelurbano.com 
Todo había empezado cinco años atrás.  Familias emergentes de distintas zonas de la ciudad, las cuales no encontraban un lugar donde vivir,  arribaron a los terrenos ubicados detrás del barrio “La Hortúa”   y al costado sur del Hospital San Juan de Dios,  y sobre los cuales, empezaron a levantar  alguna forma de vivienda, ya fuese en  madera, en latas de zinc o en cambuches de plástico o tela,  lo importante era empezar y con el tiempo se iría levantando la casa que aspiraban.
Pero este ideal costó mucho más que esfuerzo.  La invasión trajo consigo la respuesta de la policía metropolitana, y con ella, los primeros enfrentamientos  entre los habitantes del barrio y la  fuerza pública  que se hicieron pan de todos los días.  Cercamientos, enfrentamientos contra la comunidad,  arrestos, entre otras formas represivas se extendían para sofocar la invasión y no permitir que esta se expandiera.  Ya para el año de 1962, la comunidad del barrio Policarpa y el Alcalde Mayor de este tiempo,  Jorge  Gaitán Cortés, llegaron a un acuerdo.  La Administración les permitía a los habitantes del Policarpa, continuar subsistiendo en estos terrenos, si estos se comprometían a no extender la invasión más allá del río Fucha y de la calle Cuarta Sur.
El acuerdo fue sellado y durante cinco años esto se cumplió. Sin embargo, después de un desalojo  realizado en el sector de lo que hoy es el barrio “San Carlos”, donde un centenar de familias quedaron  en la mísera calle .  Los vecinos del Policarpa acudieron a su ayuda recibiéndolos en  la casa cultural que habían logrado construir.  Después de muchos intentos de  conseguirles un lugar para vivir a estas familias con distintas entidades oficiales, y al no obtener respuesta, el  ocho de abril de 1966  viernes santo,  el Policarpa entero decide tomarse  los terrenos al otro lado del Fucha.

El Policarpa entero estaba preparado desde tempranas horas de la mañana, sabían que una reprimenda de la policía se podía dar en cualquier momento. Sin embargo contaban con la premisa de pensar  “es viernes santo”   es pecado disparar o golpear en este día.  Pues ni para el alcalde, ni para la fuerza pública  esto importó en lo absoluto.  Y así, desde los ojos y el testimonio  de Mercedes Corredor y Luis Alberto Cortés, regresaremos a ese  Viernes Sangriento, que aún retumba entre la sangre de quienes lo presenciaron.

Sobre la calle 4 sur se habían ubicado una serie de santos para proteger la entrada al barrio, mientras todos se concentraban en el centro del mismo, atrincherados por si cualquier cosa. 
La policía arribó al barrio en horas de la mañana,  tumbando las figuras de los santos ubicados sobre las calles 3 y 4 sur,  entrando por la carrera décima e iniciando los enfrentamientos, los cuales duraron todo el día sin dar tregua a descanso alguno. Ellos tenían armas, los policarpos piedras, ellos tenían bolillos, los policarpos resistencia,  pero las balas pueden más que las piedras y  los heridos iban cayendo sobre los pastizales que los  vecinos intentaban proteger.   Los  heridos eran llevados al hospital de la Hortúa y luego de ser atendidos, eran arrestados por la policía.  Así que la decisión de los médicos del hospital fue saltar las paredes y las bardas, para unirse a los policarpos y  atender a los heridos desde allí.
Poco a poco el cansancio iba agotando a los vecinos del barrio, los alzados en resistencia iban mermando sus fuerzas, hasta que a eso de las tres de la tarde,  la resistencia del barrio  estaba a punto de caer, y en el momento en que al parecer ya no daban más, apareció el frente del Movimiento Obrero a unirse a la resistencia, junto a un centenar de estudiantes de la Universidad Nacional, y con esto, la resistencia logró salir avante y conservar el barrio. Ya en la noche,  llevando su  cadáver en hombros, los vecinos velaban por las calles del barrio al vecino  Luis Alberto Vega, el gran caído del viernes sangriento, cuyos  restos desfilaron por las calles del barrio, entre lágrimas  y   fuerza,  como se despiden a los caídos en combate.
La represión igual continuó unos cuantos años más, no con la misma intensidad, dados los acontecimientos del ocho de abril y que la policía tenía a la prensa encima desde entonces, pero igual continuó. Intentaron cercarlos, ubicando muros sobre la carrera doce, cual  técnicas de asedios aplicados en la segunda guerra mundial.  Pero no demoraban en levantar los muros en el día, que en tumbarlos los vecinos en las noches,  y así otra victoria de la resistencia Policarpa lograba vencer el cercamiento de la policía. 
El Policarpa es un barrio que nació y se hizo barrio entre la lucha y el asedio, entre todas las formas de guerra aplicadas contra ellos, entre todos los estigmas de subversión construidos en su contra, así como lo dice Mercedes Corredor :  “Si ser subversivos es luchar por el derecho a la vivienda, pues sí, entonces somos subversivos”.  Y  cómo subversivos construyeron un barrio, diseñaron y pagaron sus propias vías, sus servicios públicos y su Colegio, el Jaime Pardo Leal.
Hoy sobre la calle 4 sur, sobre la misma donde se ubicaron los santos en ese viernes sangriento, en esa misma donde  trasportaron a Luis Alberto Vega, por donde se atrincheraban para resistir el hostigamiento de casi una década,  desde allí,  Mercedes Corredor y Luis Cortés evocan las gestas que les permite hoy recorrer su barrio como propio.  Hoy un barrio de comercio, el centro del comercio textil de Bogotá, hoy un barrio que cuenta una historia milagrosa a la  que muy pocos lograrían   sobrevivir.